Relatos de Sabado, Cuentos del Terruño de Emila Pardo Bazán




El fondo del alma 

      El  día  era  radiante.  Sobre  las  márgenes del  río  flotaba  desde  el  amanecer  una  bruma sutil, argéntea, pronto bebida por el sol.

      Y  como  el  luminar  iba  picando  más  de  lo justo,  los  expedicionarios  tendieron  los  manteles  bajo  unos  olmos,  en  cuyas  ramas  hicieron  toldo  con  los  abrigos  de  las  señoras.
 Abriéronse las cestas, salieron a luz las provi-siones,  y  se  almorzó,  ya  bastante  tarde,  con el  apetito  alegre  e  indulgente  que  despiertan el  aire  libre,  el  ejercicio  y  el  buen  humor.  Se hizo  gasto  del  vinillo  del  país,  de  sidra achampañada, de licores, servidos con el café que un remero calentaba en la hornilla.

 La jira se había arreglado en la tertulia de la  registradora,  entre  exclamaciones  de  gozo de  las  señoritas  y  señoritos  que  disfrutaban con  el  juego  de  la  lotería  y  otras  igualmente inocentes  inclinaciones  del  corazón  no  menos lícitas. Cada parejita de tórtolos vio en el proyecto  de  la  excelente  señora  el  agradable porvenir  de  un  rato  de  expansión;  paseo  por el río, encantadores apartes entre las espesuras  floridas  de  Penamoura.  El  más  contento fue  Cesáreo,  el  hijo  del  mayorazgo  de  Sanin, perdidamente  enamorado  de  Candelita,  la graciosa, la seductora sobrina del arcipreste.

 Aquel  era  un  amor,  o  no  los  hay  en  el mundo.  No  correspondido  al  principio,  Cesáreo  hizo  mil  extremos,  al  punto  de  enfermar seriamente:  desarreglos  nerviosos  y  gástricos,  pérdida  total  del  apetito  y  sueño,  pasión de  ánimo  con  vistas  al  suicidio.  Al  fin  se ablandó Candelita y las relaciones se establecieron, sobre la base de que el rico mayorazgo dejaba de oponerse y consentía en la boda a plazo corto, cuando Cesáreo se licenciase en Derecho.  La  muchacha  no  tenía  un  céntimo, pero... ¡ya que el muchacho se empeñaba! ¡Y  con un empeño tan terco, tan insensato!

 -Allá  él,  señores...  -así  dijo  el  mayorazgo a  sus  tertulianos  y  tresillistas,  otros  hidalgos viejos,  que  sonrieron  aprobando,  y  hasta  clamando  "enhorabuena",  fácilmente  benévolos para  lo  que  no  les  "llegaba  el  bolsillo"...  Al cabo, ellos no habían de dar biberón a lo que naciese de la unión de Cesáreo y Candelita.

-La  felicidad  del  noviazgo  la  saboreó  Cesáreo  desatadamente.  Loco  estaba  antes  de rabia,  y  loco  estaba  ahora  de  júbilo;  las  contadas horas que no pasaba al lado de su novia las  dedicaba  a  escribirle  cartas  o  a  componer versos de un lirismo exaltado. En el pueblo no se  recordaba  caso  igual:  son  allí  los  amoríos plácidos, serenos, con algo de anticipada prosa casera entre las poesías del idilio. Envidia-ron  a  Candelita  las  niñas  casaderas,  encubriendo  con  bromas  el  despecho  de  no  ser amadas así; y cuando, al preguntarle chance-ras  qué  hubiese  sucedido  si  Candelita  no  le corresponde,  contestaba  Cesáreo  rotundamente:  "me  moriría",  las  muchachas  se  mordían el labio inferior. ¡Qué tenía la tal Candelita más que las otras, vamos a ver!...

 En  la  jira  a  Penamoura  estuvo  hasta  imprudente,  hasta  descortés,  el  hijo  del  mayorazgo:  de  su  proceder  se  murmuraba  en  los grupos. Todo tiene límite; era demasiada cesta.  Aquellos  ojos  que  se  comían  a  Candelita; aquellos  oídos  pendientes  del  eco  de  su  voz; aquellos  gestos  de  adoración  a  cada  movimiento  suyo...  francamente,  no  se  podían aguantar. Mientras la parejita se aislaba, adelantándose  castañar  arriba,  a  pretexto  de  coger  moras,  el  sayo  se  cortó  bien  cumplido; sólo  el  viejo  capitán  retirado,  don  Vidal,  que dirigía la excursión, opinó con bondad babosa que eran "cosas naturales", y que si él se volviese  a  sus  veinticinco,  atrás  se  dejaría  en rendimiento y transporte a Cesáreo...

 Habían  decidido  emprender  el  regreso  a buena  hora,  porque,  en  otoño,  sin  avisar  se echa  encima  la  noche;  pero  ¡estaba  tan  hermoso el pradito orlado de espadañas! ¡Si casi parecía que acababan de comer! ¡Si no habían tenido  tiempo  de  disfrutar  la  hermosura  del campo!  Daba  lástima  irse...  Además,  tenían luna  para  la  navegación.  Fue  oscureciendo insensiblemente, y con la puesta del sol coincidió una niebla, suave y ligera al pronto, como la matinal, pero que no tardó en cerrarse, ya  densa  y  pegajosa,  impidiendo  ver  a  dos pasos  los  objetos.  Don  Vidal  refunfuñó  entre dientes:
 -Mal pleito para embarcarse. Vararemos.
 Y  ello  es  que  no  había  otro  recurso  sino regresar a la villa...

 Al  acercarse  a  la  barca  los  expedicionarios, no parecían ni patrón ni remeros. La registradora empezó a renegar:
 -¡Dadles vino a esos zánganos! ¡Bien em-pleado nos está si nos amanece aquí!
 Por fin, al cabo de media hora de gritos y búsqueda,  se  presentaron  sofocados  y  tarta-josos los remerillos. Del patrón no sabían nada.  Seconvino  en  que  era  inútil  aguardar  al muy  borrachín;  estaría  hecho  un  cepo  en  alguna  cueva  del  monte;  y  el  remero  más  mozo, en voz baja, se lo confesó a don Vidal:
 -Tiene para la noche toda. No da a pie ni a pierna.
 -¿Sabéis  vosotros  patronear?  -preguntó Cesáreo, algo alarmado.
 -Con  la  ayuda  de  Dios,  saber  sabemos  - afirmaron  humildemente.

 Se  conformaron  los expedicionarios,  y  momentos  después  la  em-barcación, a golpe de remo, se deslizaba lentamente por el río. Asía don Vidal la caña del timón  y  guiaba,  obedeciendo  las  indicaciones de los prácticos.

 Hacía frío, un frío sutil, pegajoso. La gente  joven  empezó  a  cantar  tangos  y  cuplés  de zarzuela.  El  boticario,  para  lucir  su  voz  engo-lada, entonó después el Spirto. Las señoras se arropaban  estrechamente  en  sus  chales  y manteletas,  porque  la  húmeda  niebla  calaba los  huesos.  Cesáreo,  extendiendo  su  ancho impermeable,  cobijaba a  Candelita,  y  confun-diendo las manos a favor de la oscuridad y del espeso tul gris que los aislaba, los novios iban en perfecto embeleso.
 -Nadie ha querido como yo en el mundo -
 susurraba el hijo del mayorazgo al oído de su amada.
 -Esto no es cariño, es delirio, es enfermedad.  ¡Soy  tan  feliz!  ¡Ojalá  no  lleguemos  nunca!
 -¡Ciar,  ciar,  pateta!  -gritó,  despertándole de  su  éxtasis,  la  voz  vinosa  de  un  remero-.
 ¡Que vamos cara a las peñas! ¡Ciar!

 Don  Vidal  quiso  obedecer...  Ya  no  era tiempo. La barca trepidó, crujió pavorosamente;  cuantos  en  ella  estaban,  fueron  lanzados unos contra otros. La frente de Cesáreo chocó con la de Candelita. En el mismo instante empezó a sepultarse la barca. El agua entraba a borbollones  y  a  torrentes  por  el  roto  y  desfondado  suelo.  Ayes  agónicos,  deprecaciones a  santos  y  vírgenes,  se  perdían  entre  el  resuello  del  abismo  que  traga  su  presa.  Era  el río allí hondo y traidor, de impetuosa corriente.  Ningún  expedicionario  sabía  nadar,  y  se colaban  apelotados  en  los  abrigos  y  chales que los protegían contra la penetrante niebla, yéndose a pique rectos como pedruscos.
Aturdido  por  el  primer  sorbo  helado,  Ce-sáreo  se  rehízo,  braceó  instintivamente,  salió a la superficie, se desembarazó a duras penas del  impermeable  y  exclamó  con  suprema  an-gustia:
 -¡Candela! ¡Candelita!
 Del  abismo  negro  del  agua  vio  confusa-mente surgir una cara desencajada de horror, unos  brazos  rígidos  que  se  agarraron  a  su cuello.
 -¡No tengas miedo, hermosa! ¡Te salvo!
 Y  empezó  a  nadar  con  torpeza,  a  la  desesperada. Sentía la corriente, rápida y furiosa, que le arrastraba, que podía más.
 -Suelta... No te agarres... Échame sólo un brazo al cuello... Que nos vamos a fondo...

 La  respuesta  fue  la  del  miedo  ciego,  el movimiento del animal que se ahoga: Candelita  apretó  doble  los  brazos,  paralizando  todo esfuerzo,  y  por  la  mente  de  Cesáreo  cruzó  la idea: "Moriremos juntos".
 El  peso  de  su  amada  le  hundía,  efectivamente;  el  abrazo  era  mortal.  Se  dejó  ir;  el agua le envolvió. Su espinilla tropezó con una piedra  picuda,  cubierta  de  finas  algas  fluviales.  El  dolor  del  choque  determinó  una  reacción del instinto; ciegamente, sin saber cómo, rechazó  aquel  cuerpo  adherido  al  suyo,  desanudó  los  brazos  inertes;  de  una  patada enérgica volvió a salir a flote, y en pocas brazadas  y  pernadas  de  sobrehumana  energía arribó  a  la  orilla  fangosa,  donde  se  afianzó, agarrándose  a  las  ramas  espesas  de  los  salces.  Miró  alrededor:  no  comprendía.  Chilló, desvariando:
 -¡Candelita! Candela!
 La  sobrina  del  arcipreste  no  podía  responder:  iba  río  abajo,  hacia  el  gran  mar  del olvido.

 "El Imparcial", 11 de junio de 1906.


¿Os ha gustado? ¿Habeis leido algo de Emilia Pardo Bazán?, La verdad que yo no he leido nada de ella, y la verdad se ve complicada, pero ya veremos nunca se sabe.

u

0 comentarios:

Publicar un comentario